martes, 6 de abril de 2010

Mensaje Pascual 2010

Domingo de Pascua (Hech. 13, 26-34)

¡Qué admirables son tus obras, Señor de los ejércitos! Quisiéramos en esta noche de tu Resurrección recordar la fuerza de tu omnipotencia con una actitud de adoración ante la majestad de tu poder.

Nosotros lo sabemos, porque nos lo contaron. Nos contaron nuestros padres que en los albores de la creación, cuando no había más que tinieblas, tu palabra omnipotente creó las cosas. Nos contaron nuestros padres que cuando el hombre cometió el pecado original y quebró el origen de tu justicia y tu misericordia; también nuestros padres nos contaron que Tú les prometiste un Salvador, un Redentor.

¡Qué gloriosas son tus obras! ¡Qué admirable tu misericordia!

Y en el tiempo elegiste tu pueblo y tus patriarcas y tus profetas y comenzaste a anunciar al pueblo elegido, a ese pueblo que era tu pueblo y para el cual Tú eras su único Dios, empezaste a anunciarles que llegaría un anoche en la plenitud de los tiempos, cuando los tiempos fueran plenos porque Tú te revelarías y te manifestarías en la más excelente y absoluta posibilidad de comunicación, en esa noche de plenitud. Tú te encarnarías en las entrañas de la Santísima Virgen y nacerías en una noche que por haber sido la de tu nacimiento, sería para siempre y por la consumación de los tiempos, la única noche santa, la única noche de paz. ¡Qué admirable son tus obras, Señor!

Y allí, el hombre en medio de la creación se hizo, Señor de su destino, nombrando y recreando en la fuerza de su espíritu la realidad de todas las cosas que le rodeaban, pero también con la fuerza de su prevaricación quebrando tu presencia en medio de las cosas; matando la realidad que Tú querías insertar en cada cosa. ¡Qué admirables son tus obras Señor!

Las cosas lo dominaban al hombre, pero el hombre hecho a tu imagen y semejanza, tenía la fuerza de espiritualizar las cosas, tenía la fuerza de poder escapar a esta suerte de aprisionamiento de su abyección que la creación le daba.

El hombre, hecho a imagen y semejanza de Dios no podía escapar.

Podía tomar distancia, pero no podía escapar a los condicionantes del pecado y de la muerte. Tú viniste en la plenitud de los tiempos y te encarnaste y nos liberaste con tu muerte y con tu sangre; y nos resucitaste, y a partir de allí, el hombre se hizo un resucitado.

¡Qué extraño! Tenía inteligencia y espíritu, tenía libertad, podía decidir su vida y su destino, pero no podía resucitar. ¡Tú viniste, lo rescataste de su miseria, lo rescataste de su realidad concreta! ¡Lo recreaste en tu justicia y en la gracia y encima lo resucitaste!

Lo sacaste del condicionamiento de su propia naturaleza y lo elevaste a un orden de existencia que él no podía ni lograr, ni pensar, ni imaginar. Es en el orden de la existencia donde el hombre se hace realmente tu hijo, participa de tu gracia y se deslumbra en el misterio de tu misericordia, de tu amor y de tu justicia. A eso nos llamaste, para eso nos buscaste, para eso te encarnaste, para eso has muerto y para eso has resucitado; y por eso esta noche de Pascua, en que recordamos el paso tuyo en medio nuestro, no es el paso de tu omnipotencia como Creador; no es el paso de tu omnipotencia conduciendo al pueblo elegido a través del desierto; no es el paso de tu omnipotencia rescatando al pueblo a través de sus patriarcas y sus profetas. Es el paso tuyo como resucitado. Es el paso tuyo en medio nuestro transformando totalmente los designios de nuestra naturaleza, de nuestro destino, de nuestro fin.

¡Ya no podemos dudar! Ahora nuestro fin es ser resucitados. Nuestro destino personal es ser un resucitado. Yo no estoy hecho para morir, estoy hecho para resucitar, y no me resucita mi inteligencia, no me resucita mi capacidad de creación, no me resucita mi talento, no me resucita mi ilusión, no me resucitan mis sentimientos. ¡Me resucita la vida del Cristo resucitado! En la medida en que pueda participar de esta vida del resucitado, entonces puedo estar en disposición de resucitar, y para llegar a participar de la vida del Resucitado, tengo que hacer mío el misterio de la cruz, del que murió crucificado para que yo resucite. Tengo que hacer una suerte de permuta de mi cruz, de mi ignominia, de mi miseria, para que, asumida en la cruz del crucificado quedé liberado de ese peso que solamente me ata a la muerte y al pecado y liberado de ese peso pueda entonces disponerme con toda la energía de mi existencia y de mi vida, a ese destino último final, singular, original, esplendente, que es mi resurrección. Por eso esta es una noche excepcional. No hay una noche más hermosa que esta. No hay una noche en la que yo pueda afirmar mi esperanza como esta. Es el paso del Resucitado, del Cristo el crucificado, que muere y pasa a la gloria de la resurrección y detrás de Él yo con mi destino, con mi historia, con mi biografía, con mi miseria, con mi pecado, con mi desolación y todo esto no importa, porque el Señor, que ha sido admirable y omnipotente en la creación, creando de la nada todas las cosas, ese Señor omnipotente, por el designio de su mérito, de su crucifixión y de su resurrección me va a tomar a mí y me va a quitar de toda esta abyección y miseria del tiempo y del espacio y me va a resucitar, me va a lanzar a la eternidad donde ya no hay ni espacio, ni tiempo, ni miseria, ni desgano, ni desilusión, ni desesperanza; donde brillará eternamente la gloria infinita del crucificado, en la gloria de su resurrección, de su victoria, de su triunfo y esa será mi victoria, mi triunfo y esa es ahora en el tránsito del peregrinaje de mi vida, la fuerza misteriosa de mi esperanza.

¡Hermosa noche esta de la Pascua! Señor Jesús, resucitado, hoy que pasas entre nosotros con el fruto de esta victoria, de este triunfo tuyo, hacé que podamos participar desde la fe esta gracia de resurrección y que más allá de todas las cosas pequeñas que nos achican, que nos arrugan, que podamos de nuevo vibrar internamente pensando en ese destino que nos tienes reservado; pensando en esa gracia de resurrección que nos quieres participar y que esa gracia de resurrección será una gracia para cada uno de nosotros y para aquellos a los que amamos, a los hijos, a las esposas, a los padres, a los amigos, que resucitemos todos y que todos comulguemos y participemos allá en la gloria, eternamente de esta sociedad, de este afecto de sociedad, de comunidad, que hemos podido construir aquí desde la fe, desde Tu Amor en el cumplimiento de Tu Voluntad y en la ilusión alegre de Tu Esperanza.

Así sea.

Dr. Anibal E. Fósbery O. P.

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